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Breve historia de Israel y Palestina

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Breve historia de Israel y Palestina

Breve historia de Israel y Palestina

Escrita por Marcos Aguinis – Publicado en Elmed.io

(Escritor argentino nacido en 1935, quien ha sido secretario de Cultura de la Nación, y ha recibido premios como El Premio Planeta, la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores, y designado por Francia como Caballero de las Letras y las Artes, entre otros)

 

No es fácil reducir una historia larga a unos cuantos artículos cortos. Lo intentaré.

El pequeño espacio que se disputan árabes y judíos se encuentra ubicado en un conflictivo lugar. Las crónicas más viejas documentan pulseadas entre Egipto al sur y Mesopotamia al norte. Luego vinieron las sangrientas conquistas asirias, babilonias, persas, griegas, romanas, árabes, cristianas, turcas e inglesas, hasta llegar al día de hoy, en que se eterniza la confrontación entre pueblos arraigados a esa tierra que, para respaldar sus derechos, se basan en sus propias narrativas.

Un chiste judío propone que los antiguos israelitas marcharon de Egipto a Canaán por la tartamudez de Moisés. Dios le ordenó: “Lleva a mi pueblo a la Tierra Prometida, la tierra que mana leche y miel; llévalos a Canadá”, y Moisés repitió con gran esfuerzo: “¡Vamos a Can… can… na… án!”. Y allí los encajó.

El vocablo Palestina no existía. No es mencionado ni una vez en la Biblia ni en ningún otro documento de la antigüedad.

Los israelitas consiguieron unificar a las diversas tribus y pueblos que habitaban entre el río Jordán y el Mediterráneo. David, mil años antes de la era cristiana —había nacido en la aldea de Belén (Beit-léjem, en hebreo, ‘casa del pan’)—, convirtió en su capital el vecino y estratégico caserío jebuseo, ubicado a pocos kilómetros al norte; le impuso el nombre de Jerusalén (en hebreo, “ciudad de la paz”). Su hijo Salomón construyó allí el Templo. Después se produjo una escisión entre los habitantes del norte y el sur del pequeño país. El norte se llamó Reino de Israel y el sur, Reino de Judá. Los asirios conquistaron y destruyeron el reino del norte. Siglos después los babilonios hicieron lo mismo con el del sur. Unas siete décadas más tarde el emperador Ciro, de Persia, auspició el regreso a Jerusalén de los exiliados de Judá, quienes ya habían empezado a cantarle salmos de exquisita inspiración:

Si me olvidara de ti, oh Jerusalén, que mi diestra se paralice y mi lengua se pegue a mi paladar.

Luego de la breve conquista helénica, los macabeos recuperaron la independencia de Eretz Israel (‘Tierra de Israel’), que duró hasta la conquista romana. Los emperadores Vespasiano y Tito tuvieron que poner el pecho para frenar las sublevaciones judías y arrasaron Jerusalén, el Templo y varias fortalezas. Pero la resurrección de Judea era un problema que no lograban impedir. No olvidemos que un agravio adicional a Jesús —herido con infinita crueldad y aparentemente derrotado— fue instalar sobre la cruz una sigla elocuente: INRI (Jesús el Nazareno, rey de los judíos). ¡Vaya rey!, se burlaron los romanos mientras disputaban sus despojos.

¿Y Palestina?

Todavía nada, inexistente.

Un siglo y medio después de Cristo se produjo otra importante sublevación. Jerusalén estaba en ruinas, el templo arrasado, las fortalezas de Herodion y Masada hechas añicos.

Un guerrero llamado Bar Kojba reinició la lucha, enloqueció a varias legiones romanas y consiguió una relativa independencia. Los romanos tuvieron que mandar la desproporcionada cifra de ochenta mil hombres, al mando del famoso general Julio Severo. Cuando consiguieron penetrar en la última fortaleza de Bar Kojba, tras un prolongado sitio, lo encontraron muerto, pero enrollado por una serpiente.

El oficial romano exclamó: “Si no lo hubiese matado un dios, ningún hombre lo habría conseguido”. Adriano era el emperador de turno. En su libro Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar dedica muchas páginas a ese levantamiento.

El emperador lucubró cómo poner fin a las reivindicaciones de los judíos por su querida Judea y su venerada Jerusalén. Primero les prohibió visitar Jerusalén, convertida en una guarnición militar, y pronto cambió el nombre a la ciudad por el de Aelia Capitolina. Al mismo tiempo, cambió la denominación de Judea o Israel por Palestina.

¡En ese momento apareció Palestina por primera vez! ¡Era el siglo II E.C.!

¿De dónde se obtuvo el vocablo? Fue otra ofensa romana. Palestina se escribía en latín Phalistina y hacía referencia a los filisteos, que la Biblia menciona desde Josué hasta David. Significa “pueblo del mar”.

Habían llegado desde Creta, probablemente tras la implosión de la civilización minoica, y se establecieron en la costa suroeste del territorio. Jamás lograron conquistar el resto del país y terminaron integrados por completo en el reino de David.

Nunca más hubo filisteos ni grupo alguno que los reivindicase. Se convirtieron en judíos. Quizás Einstein, Kafka, Marc Chagall, Ariel Sharón, Golda Meir y muchos otros notables descienden de antiquísimos filisteos convertidos en judíos, ¿quién lo puede saber?

La palabra Phalistina, además, no tuvo suerte. A ese territorio —que adquirió relevancia extraordinaria por la Biblia, base del cristianismo y luego del Corán— los judíos lo siguieron llamando Eretz Israel (‘Tierra de Israel’) y los cristianos Tierra Santa, y después los árabes lo bautizaron Siria Meridional.

Los cristianos fundaron el efímero reino latino de Jerusalén en la primera Cruzada, y durante el Imperio Otomano se convirtió en una provincia irrelevante: el vilayato de Jerusalén.

El país perdió brillo, se despobló y secó. Viajeros del siglo XIX como Pierre Loti y Mark Twain testimonian en sus escritos que atravesaban largas distancias sin ver un solo hombre.

Los nacionalismos judío y árabe nacieron casi al mismo tiempo.

El judío a fines del siglo XIX y el árabe a principios de XX. Este último floreció en Siria, a cargo de pensadores y activistas cristianos que recibieron influencias europeas.

Los sirios acusaron a los sionistas, es decir, a los nacionalistas judíos, ¡de haber inventado la palabra Palestina para quedarse con Siria Meridional! En realidad, ese nombre había resucitado como una palabra neutra frente al desmoronamiento del Imperio Turco.

* * *

La presencia judía en Tierra Santa fue una constante asombrosa. El alma judía añoraba año tras año, siglo tras siglo, milenio tras milenio, la reconstrucción de Eretz Israel con intenso fervor, parecido al que, mucho antes, había florecido junto a los nostálgicos ríos de Babilonia. Nunca dejaron de repetir: “¡El año que viene en Jerusalén!”.

A fines del siglo XIX empezaron a llegar oleadas de inmigrantes que se aplicaron a edificar el país con caminos, kibutzim, escuelas, institutos técnicos y científicos, forestación obsesiva, universidades, teatros, naranjales, una orquesta filarmónica, aparatos administrativos. En 1870 fundaron en Mikvé Israel la primera escuela agrícola de la región.

Cuando terminó la Primera Guerra Mundial, Palestina fue desprendida de Siria y quedó en manos del conquistador británico por mandato de la Liga de Naciones. Quienes nacían en esa tierra eran palestinos, fuesen judíos o árabes.

Antes de la independencia, que volvió a recuperar la palabra Israel, los judíos se llamaban a sí mismos palestinos. Y hablaban de “volver a Palestina”.

El actual Jerusalem Post se llamaba Palestine Post y la Filarmónica de Israel se llamada Filarmónica de Palestina. ¡Pero eran entidades judías! Los antisemitas de Europa, toda América y África del norte les gritaban: “¡Judíos, váyanse a Palestina!”. Palestina era reconocida como el hogar de los judíos incluso por quienes los odiaban.

Los árabes tardaron en tomar conciencia de su propia identidad nacional. Al principio, hasta saludaron como beneficiosa la presencia del sionismo, como lo atestigua el encuentro entre Jaim Weizman, presidente de la Organización Sionista Mundial, y el rey Feisal de Irak.

Pero Gran Bretaña, advertida de la compulsión judía por su emancipación, cortó dos tercios de la Palestina que le habían adjudicado e inventó el reino de Transjordania, donde instaló al hachemita Abdulá, hijo del jerife de La Meca. Cometió el delito de quitar derechos a los judíos, que reclamaban parte de ese territorio, y lo convirtió en el primer espacio judenrein (‘limpio de judíos’) antes del nazismo, porque no permitía que allí se instalase judío alguno.

Tenebroso antecedente, desde luego. Pronto Gran Bretaña advirtió que sus aliados en la zona eran los árabes, no los judíos, y creó la Liga Árabe en 1945, para mantener su poder colonial. Olvidó que estaba allí para favorecer la construcción de un Hogar Nacional para el pueblo judío, el único que de forma permanente y con grandes sacrificios exigía la reconstrucción del país que le había dado su gloria. Es cierto que algunos judíos preferían que esa misión la cumpliese el Mesías y otros se volcaron a la causa de la revolución comunista, pero el núcleo central se agrupó en torno al sionismo, palabra que significaba —simple y elocuentemente— el renacimiento nacional y social del pueblo que más agravios, persecuciones y matanzas había sufrido en dos mil años.

Después de la Segunda Guerra Mundial arreció la demanda emancipadora judía.

La potencia colonial llevó el caso a las Naciones Unidas para provocar su condena. El tiro le salió al revés: las Naciones Unidas votaron el fin del Mandato Británico y la partición de Palestina en dos Estados, uno judío y otro árabe (no establecía que alguno se llamase Palestina, sino que eran parte de Palestina). Los judíos celebraron la resolución, pero los países árabes en conjunto decidieron violarla sin escrúpulos y barrer “todos los judíos al mar”, como lo atestiguan documentos de la época.

El secretario general de la Liga Árabe amenazó con efectuar matanzas que dejarían en ridículo las de Gengis Khan. La guerra, por lo tanto, se presentaba como un hecho inminente. Y apuntaba a un nuevo genocidio, pocos años después del Holocausto. No había pudor en seguir asesinando judíos. Ni siquiera los que rechazaban semejante conducta propusieron una condena rotunda y eficaz.

El flamante Estado de Israel (nombre que adoptó, basado en la expresión hebrea Eretz Israel) no tenía armas —¿quién las vendería a un cadáver?— y debió enfrentar a siete ejércitos enemigos con las uñas y los dientes. Fue una lucha desesperada. ¡Los israelíes no contaban con un solo tanque ni un solo avión! La mayor parte de su armamento fue robado o arrancado a los británicos. Numerosos combatientes eran espectros que acababan de arribar, luego de sobrevivir en los campos de exterminio nazis. O triunfaban o morían. Fue la guerra en que cayó la mayor cantidad de judíos.

En algunos lugares recurrieron a estratagemas para impulsar la rendición o la huida de sus enemigos, en otros atacaron sin clemencia. Sabían qué les esperaba en caso de ser vencidos.

Los árabes estaban fragmentados entre quienes defendían sus tierras y quienes habían invadido y luchaban sin convicción. Al cabo de varios meses, con treguas que eran quebradas por alguno de los bandos, se llegó al armisticio y el trazado de fronteras arbitrarias.

Como consecuencia de esa guerra desigual —iniciada por los árabes—, aparecieron los refugiados.

Refugiados árabes y refugiados judíos. Estos últimos eran los ochocientos mil judíos expulsados de casi todos los países árabes en venganza por la derrota.

Los recibió Israel, pese a sus dificultades iniciales, y los integró a la vida normal, pese a que en ese tiempo y durante varios años debió sufrir un interminable bloqueo y mantener un estricto racionamiento.

Los seiscientos mil refugiados árabes, en cambio, fueron encerrados por sus hermanos en campamentos, donde se los aisló y sometió a la pedagogía del odio y el desquite. Transjordania usurpó Cisjordania y Jerusalén Este, medida que justificaba su cambio de nombre; a partir de 1949, en efecto, se empezó a llamar Jordania (ambos lados del río Jordán); Egipto se quedó con la Franja de Gaza.

La ocupación árabe de esos territorios duró 19 años. En esas casi dos décadas, ¡jamás se pensó ni reclamó crear un estado árabe palestino independiente compuesto por Cisjordania, Jerusalén Oriental y Gaza! Ningún presidente, rey o emir árabe o musulmán visitó Jerusalén Oriental, convertida en un villorrio sucio e irrelevante. No se permitía que los judíos fuesen a rezar al Muro de los Lamentos.

Sólo después de la Guerra de los Seis Días (conflagración que se produjo por la insistente provocación árabe), se produjo la ocupación israelí de esos territorios y otros más (toda la Península del Sinaí, las Alturas del Golán y trocitos de Transjordania). Entonces la historia pegó un brinco.

La Guerra de los Seis Días cambió la relación de fuerzas en el conflicto árabe-israelí. Digo bien, porque hasta ese momento no era un conflicto palestino-israelí. Los árabes de Palestina se llamaban “árabes de Palestina”, no “palestinos”. La diferencia es importante. Como señalamos, también los judíos se llamaban “palestinos” a sí mismos. El enfrentamiento se daba entre el Estado de Israel y todos los Estados árabes que habían intentado destruirlo desde antes de su nacimiento, violando la sabia y ecuánime resolución de las Naciones Unidas que ordenaba la erección de un Estado árabe y un Estado judío, lado a lado, con vínculos económicos fraternales.

Esa partición, votada en la Asamblea General el 29 de noviembre de 1947, se basaba en la distribución demográfica de entonces.

A los árabes se les otorgaba sus principales ciudades (y casi todos los sitios bíblicos, además); a los judíos, sus ciudades, colonias y la mayor parte del desierto. Los judíos lo celebraron, aunque muchos con tristeza, porque se quedaban sin porciones ligadas a su historia nacional y religiosa.

La guerra que los Estados árabes se empecinaron en llevar adelante, con el manifiesto propósito de realizar una matanza “que pusiera en ridículo a Gengis Khan”, produjo una catástrofe a ellos mismos. Hasta el día de hoy es sorprendente la falta de autocrítica por parte de esos Estados: iniciaron un conflicto cruel e innecesario, se privaron de tener un vecino moderno y estimulante como Israel y ocasionaron el sufrimiento de sus hermanos más débiles radicados en Palestina.

Además, no realizaron esfuerzos para integrarlos, sino que los persiguieron, discriminaron y hasta asesinaron en forma masiva, como en el Septiembre Negro de 1971. Allí cayeron más árabes palestinos por las balas jordanas y sirias que en todos los enfrentamientos con Israel. Antes y después cientos de miles tuvieron que pasar varias generaciones en campamentos, mantenidos por la limosna internacional.

Es el único caso de un alto cupo de refugiados que no pudo ser resuelto en tantas décadas, pese a la inversión multimillonaria que nutrió a una burocracia enorme y corrupta. Se convirtieron en un material humano que recibe caudalosas inyecciones diarias de victimización y resentimiento. Por lo cual quedan imposibilitados de trabajar en forma sostenida hacia un futuro mejor.

El presidente de Egipto, Gamal Abdel Naser, adquirió un fuerte liderazgo gracias a su empeño panarabista, su acercamiento con la Unión Soviética y su alianza con los países no alineados (entre los que figuraban países cuya no alineación al capitalismo o al comunismo era una grosera hipocresía, como China, Cuba o Yugoslavia). Consiguió formar con Siria la República Árabe Unida, que era el comienzo de una federación destinada a unir todo el mundo árabe.

Su propósito no entraba en contradicción con la existencia de Israel, según entendió este país, y David ben Gurión le propuso integrarse a su proyecto. Naser no quiso ni siquiera escucharlo y redobló su agresividad.

Bloqueó el Estrecho de Tirán, que permite el acceso al Golfo de Akaba, y de esa forma pretendió matar el puerto israelí de Eilat. Manifestó que ansiaba convertir en realidad el sueño de arrojar a los judíos al mar mediante la demolición de Israel, como lo testimonia la prensa de entonces. Compró gran cantidad de armas para llevar a cabo ese propósito.

Las súplicas internacionales destinadas a evitar otro genocidio resultaron estériles. Iba a realizar su ataque mediante una pinza mortal: Egipto desde el sur y Siria desde el norte. Siria expresó su acuerdo mediante disparos cotidianos desde las alturas del Golán contra las poblaciones israelíes que rodeaban el bíblico lago de Galilea. Aba Eban, canciller de Israel, recorría angustiado las principales capitales del mundo para rogar que disuadieran al presidente egipcio.

Fue inútil, porque Naser llegó al extremo de exigir que las Naciones Unidas retiraran las tropas que evitaban los choques entre ambos países; quería tener libre la ruta de su masivo ataque bélico. Ante un estupor mundial, el entonces secretario general de la ONU, el birmano U Thant, le dio el gusto y ordenó la evacuación de esas tropas. Naser tenía luz verde para iniciar los combates.

No sólo los judíos, sino millones de personas se conmovieron ante la inminencia de una tragedia que reproduciría el Holocausto.

Fue entonces cuando estalló la Guerra de los Seis Días, porque horas antes del colosal ataque árabe la aviación israelí tomó la iniciativa y pudo cambiar el curso de la historia. Al principio las emisoras árabes mintieron a sus audiencias informando sobre inexistentes triunfos.

El primer ministro de Israel, Levy Eshkol, pidió al rey Husein de Jordania que no se incorporase a la agresión de Egipto y Siria, porque Israel no quería un tercer frente. Pero Husein, presionado por Naser, avanzó sobre Jerusalén y otros puntos de la larga y accidentada frontera.

Entonces Israel, luego de aplastar a egipcios y sirios, tuvo que dirigirse también contra los jordanos. En esa contienda les arrebató Cisjordania, que usurpaban desde 1948.

La opinión pública internacional no podía salir del asombro.

El diminuto Israel volvía a ganar. En los organismos internacionales el bloque comunista, aliado con los árabes, puso el grito en el cielo y exigió la devolución incondicional de los territorios conquistados, sin tener en cuenta —¡de nuevo!— la responsabilidad de Egipto, Siria y Jordania, ni exigir que firmasen la paz.

Los verdaderos territorios conquistados eran la península del Sinaí y las alturas del Golán, que no se consideraban parte de Palestina desde el trazado de fronteras que realizaron, con cierta arbitrariedad, las potencias coloniales luego del desmembramiento del Imperio Otomano.

Técnicamente, Cisjordania y Jerusalén fueron liberadas de la ilegítima ocupación jordana, y la Franja de Gaza de la ocupación egipcia: los israelíes no lucharon contra los árabes-palestinos, sino contra Estados árabes poderosos que ocupaban buena parte de la Palestina histórica.

Ya es hora de disipar esta confusión.

No obstante su victoria, Israel propuso grandes devoluciones territoriales a cambio de la paz.

Como respuesta, la Liga Árabe se reunió en Jartum y, estimulada por Naser, escupió a Israel los famosos Tres Noes: No a las negociaciones con Israel, No al reconocimiento de Israel, No a la paz con Israel. Es decir, continuar con el odio y los enfrentamientos.

Israel, por el contrario, decidió en forma unilateral que todas las mezquitas y los lugares sagrados del islam fueran administrados por autoridades musulmanas.

Las ciudades y aldeas árabes debían estar a cargo de intendentes árabes democráticamente electos, muchos de los cuales, como el de Belén, permanecieron en el cargo durante décadas y mantuvieron excelentes relaciones con el Gobierno israelí.

Cientos de miles de árabes de Gaza y Cisjordania encontraron trabajo en las poblaciones de Israel. Los benefició el turismo, que habían desconocido hasta entonces.

Parte significativa de sus productos eran comprados por los mismos israelíes. Se registraron encuentros entre judíos y árabes que habían sido amigos antes de 1948 e incluso se celebraron casamientos mixtos.

Después de la Guerra de Iom Kipur, en 1973 (también iniciada por Egipto), el nuevo presidente de Egipto, Anuar el Sadat, empezó a reconocer que no tenía sentido negar la existencia de un país tan sólido como Israel. Ante la sorpresa universal, decidió visitar Jerusalén.

Aunque esperaba ser bien recibido, no esperaba que lo aplaudieran y agasajaran con una lluvia de júbilo y gratitud. Empezaron las negociaciones con el duro Menajem Beguin y, en menos de un año, se firmó la paz entre ambos países.

A cambio de la paz, Beguin aceptó entregar hasta el último grano de arena del desierto del Sinaí. Y no sólo arena: entregó aeropuertos, pozos de petróleo, rutas, centros turísticos y hasta ordenó la evacuación de la populosa ciudad de Yamit, construida entre Gaza y el Sinaí, para que nada de Israel permaneciera en territorio egipcio.

El encargado de evacuar por la fuerza a los colonos judíos fue Ariel Sharón.

Este general no imaginaba que, mucho después, debería repetir el operativo en la Franja de Gaza. Con esta cesión de tierras equivalentes a casi tres veces el tamaño de Israel, caía la acusación de su vocación expansiva, por lo menos entre quienes piensan con lógica. Por supuesto que esta paz fue duramente condenada por todos los demás países árabes.

En el tratado con Egipto, Israel prometió la autonomía de los árabes que habitaban Gaza y Cisjordania. Autonomía significaba otorgarles el manejo de todas las áreas, menos la defensa y las relaciones exteriores. Es decir, no llegaban a la independencia ni a la soberanía. Así lo entendió Beguin, pero seguramente Sadat pensaba que la autonomía conduciría, de forma inexorable, a la independencia.

La idea de los dos Estados que viven y prosperan uno al lado del otro, que nació en la saboteada partición de 1947, resucitaba con fuerza. Gracias al contacto directo con los israelíes, que resultaba inspirador, los árabes de Palestina tomaron conciencia de su identidad nacional y se aplicaron a la conformación de una narrativa que les otorgase respaldo.

 

Se debe hacer justicia al fenómeno nacional palestino, que era irrelevante en la primera mitad del siglo XX.

En el curso de los últimos años consiguió hacerse reconocer por la Liga Árabe, las Naciones Unidas y el mismo Estado de Israel. Desde 1948 (independencia de Israel) hasta 1967 (Guerra de los Seis Días), Falistín (Palestina, en árabe) había dejado de existir. Durante 19 años una porción del mapa lo ocupaba Israel y la otra, Jordania y Egipto.

Lo repito porque es esencial recordarlo.

En mayo de 1964 se fundó la OLP (Organización para la Liberación de Palestina), integrada por centenares de hombres que componían Al Fatah, Al Saiqa y el Frente Popular para la Liberación de Palestina.

Las tres entidades eran laicas y se inspiraban en el apasionado nacionalismo que durante los años 60 acompañó la descolonización en África y Asia; la última era marxista-leninista.

No estaban contaminados por el fundamentalismo islámico, que advino más adelante. En 1967 apoyaron la obsesión bélica del presidente Naser, que concluyó en un desastre, como ya narré: Israel derrotó a quienes pretendían aniquilarlo y se extendió desde el Canal de Suez hasta las alturas del Golán. Los árabes palestinos pasaron de la ocupación jordana y egipcia a la insospechada y mareante ocupación israelí.

La OLP eligió profundizar la vía terrorista en lugar de proponer negociaciones.

Siguió el modelo de los fedayines que Naser había espoleado a cruzar la frontera de Gaza para cometer cientos de atentados.

Además, se dedicaron a asaltar aviones, atacar aeropuertos, asesinar deportistas, poner bombas en ómnibus escolares, disparar contra viviendas civiles. Adquirieron notoriedad porque contrastaban con los sectores que aspiraban a conseguir un acuerdo pacífico.

Por esa época el gentilicio palestino se asociaba con la palabra terrorista. Pero, de a poco, fue otorgando resonancia a la expresión pueblo palestino, que se refería ahora sólo a los árabes de Palestina. Se la martilló con vigor creciente, a pesar de que muchos aún negaban su existencia real. Muchos israelíes se seguían considerando tan palestinos como los árabes.

En 1970 la OLP había logrado constituir una fuerza considerable en Jordania, casi un Estado dentro del Estado, y decidió tomar el gobierno de ese país, que históricamente había formado parte de Palestina. En otras palabras, ya exisitía un Estado palestino llamado Jordania, hecho que la OLP no ignoraba, por supuesto, y pretendía sacar beneficio de esta situación.

El rey Husein reaccionó ferozmente y se calcula que sus tropas mataron a miles de hermanos en septiembre de 1971, llamado desde entonces Septiembre Negro.

Las despavoridas columnas de Arafat huyeron hacia Siria, pero el presidente Asad les cerró la entrada con impiadosos cañones y ametralladoras. De forma poco clara –tal vez autorizados por Israel– llegaron al Líbano, donde también se empeñaron en formar un Estado dentro del Estado, con un laberinto de túneles y barrios controlados por completo, hasta que explotó la sangrienta guerra civil.

La OLP controlaba el sur del país, y desde ahí lanzaba ataques diarios contra las poblaciones fronterizas de Israel.

En 1974 consiguió ser reconocida por la Liga Árabe como “única representación legítima del pueblo palestino”, noticia que puso en aprietos a la dirigencia árabe moderada. Menajem Beguin, que había firmado una generosa paz con Egipto, decidió silenciar las baterías palestinas del Líbano, que atacaban a diario, impiadosamente, centros civiles de Galilea.

Sus fuerzas llegaron rápido hasta Beirut y en el trayecto fueron recibidas con alivio, flores y alimentos por las poblaciones cristianas del Líbano, sometidas a los asaltos de la pinza sirio-musulmana. Los dirigentes de la OLP tuvieron que huir a Túnez.

En noviembre de 1988, durante una reunión del Consejo Nacional Palestino en Argel, Arafat anunció el establecimiento del Estado Independiente de Palestina y aceptó las resoluciones 242 y 338 de las Naciones Unidas, que no son precisas, porque hablan de la devolución de los territorios conquistados: no dice “todos”. Esa inteligente decisión fue premiada al mes siguiente por Estados Unidos, que aceptó iniciar un diálogo diplomático directo con la OLP.

Los avances se quebraron cuando Arafat apoyó la invasión a Kuwait de Sadam Husein, lo que le enemistó con Occidente y con la mayoría de los países árabes que hasta ese momento lo habían sostenido.

En 1993 Simón Peres e Isaac Rabin decidieron resucitar al debilitado Arafat para conseguir la solución del largo conflicto.

La primera Intifada había tenido el mérito de consolidar la flamante identidad nacional árabe-palestina, incluso entre los israelíes.

Era un buen momento, entonces, para un recononcimiento recíproco y avanzar hacia la tan postergada paz. Se firmaron los Acuerdos de Oslo, que les valió a los tres personajes citados el Premio Nobel de la Paz. Nació la Autoridad Nacional Palestina y empezó la transferencia de poderes.

Los temas más difíciles quedaron para el final, cuando los aceitase una mayor confianza mutua.

Pero sucedió lo contrario, debido a la acción de los grupos armados autónomos que la Autoridad Palestina no quiso inhibir.

Al Fatah, liderado por el mismo Yaser Arafat, constituyó las Brigadas de Al Aqsa, que cometían crímenes condenados en inglés y felicitados en árabe. Engordaban los grupos fundamentalistas Hamás y Yihad Islámica, que no aceptaban ningún acuerdo.

Arafat, en lugar de ejercer la posición del estadista que monopoliza el poder, seguía con las ilusiones del guerrillero que dejaba hacer a los terroristas para minar la resistencia israelí. Alcanzó cumbres del doble discurso.

Condenaba cada atentado mientras estimulaba su multiplicación. Las primeras mujeres asesino-suicidas fueron jóvenes palestinas que calificó de “rosas de nuestra causa”. Era evidente que mentía: su objetivo no era la paz con Israel, sino destruirlo con otros medios.

En el encuentro de Camp David, durante la presidencia de Clinton, los palestinos habían logrado un avance que no hubieran soñado años antes: la pronta creación de un Estado árabe-palestino independiente sobre casi todos los territorios ocupados y la soberanía compartida de Jerusalén.

Pero Arafat resistió las presiones, pateó el tablero y logró que los palestinos no dejaran de perder la oportunidad de volver a perder la oportunidad… Regresó haciendo la uve de la victoria (¿qué victoria?), mientras el primer ministro de Israel –que había cedido más de lo que hubiera aceptado Rabin– volvió derrotado.

A los pocos días, con la pueril excusa de un paseo de Ariel Sharón por la explanada del Templo (que había consentido Jamil Jagrib, responsable palestino de seguridad), desencadenó la injustificada y criminal segunda Intifada, que duró cinco años, con miles de muertos por ambas partes, exacerbación del odio en lugar de la confianza y un empeoramiento profundo de la calidad de vida palestina.

El rechazo a las concesiones de Camp David fue una siniestra repetición de los Tres Noeslanzados en Jartum. Bloqueó el camino de los acuerdos y cargó dinamita a la violencia.

Pero consiguió que el mundo viese a los palestinos como la víctima inocente, inerme e indiscutible; por lo tanto, impermeable a cualquier crítica.

Todo lo que hacían se justificaba por el martirio de la cruel ocupación. De esa forma, nadie exigió a la Autoridad Palestina que ejerciera el monopolio de la fuerza y pusiese fin a la metralla de los atentados.

Nadie exigió que invirtiera en salud, educación y construcción en vez de en armas los multimillonarios recursos que recibía de la Unión Europea y los Estados Unidos. Ni siquiera que terminase con la enorme corrupción que hasta un intelectual palestino como Edward Said criticó, encendido de rabia. Gran parte del dinero volaba hacia bancos extranjeros.

La viuda de Arafat es ahora una millonaria que disfruta las delicias de París mientras se conmueve por el heroísmo de los suicidas (ni ella ni su hija piensan suicidarse, por supuesto).

Grandes desafíos enfrenta el nacionalismo palestino en este momento, un nacionalismo que nació secular y ahora ha caído bajo la influencia de la teocracia fundamentalista, que amenaza con provocar escisiones internas muy profundas.

¿Debemos repetir que nunca existió un Estado árabe independiente en Palestina? ¿Que nunca Jerusalén fue la capital de ningún Estado árabe o musulmán, ni siquiera cuando Saladino expulsó a los cruzados, o el imperio turco se extendió por la región, o Jordania usurpó la parte oriental?

Debido a esa carencia, el nacionalismo palestino racional y moderado necesita escribir una narrativa que le brinde respaldo, sin recurrir a la fabulación que lo haga insostenible.

Debe resignarse a no alcanzar la vastedad, riqueza y resonancia de la narrativa judía, porque ésta tiene 3.500 años de historia. El contraste es demasiado grande.

El Estado palestino no será la obra de un milagro, como no lo fue el Estado de Israel.

Los judíos lo reconstruyeron con lágrimas, sudor y sangre. No fue un regalo de nadie.

Antes de la independencia –vuelvo a insistir–, los sionistas ya habían creado ciudades, kibutzim, caminos, universidades, teatros, colegios, sistemas de riego, orquestas sinfónicas, puertos, métodos para fertilizar el desierto, hospitales, museos, forestaciones, centros de investigación.

Los palestinos pueden exhibir los derechos que les otorga un período de vida menor, en el que también derramaron lágrimas y sangre, además de nacer en ese territorio o extrañarlo desde el exilio.

Pero no alcanza con sangre y lágrimas. Falta el sudor: ¡construir en vez de destruir!

Las últimas elecciones palestinas (enero de 2006) complicaron la situación, aunque muchos pensamos que la volvieron más diáfana. Esas elecciones fueron ganadas de manera impecable por el grupo fundamentalista Hamás.

Para conocer la ideología que lo sustenta es obligatorio conocer su Carta Fundacional. Constituye una guía también impecable, ya que este tipo de organizaciones no anda con vueltas: dice lo que piensa y hace lo que dice. No nos perdamos algunas citas elocuentes.

En el preámbulo afirma:

Israel existirá y continuará existiendo hasta que el islam lo destruya, tal como destruyó a otros en el pasado.

Y en el artículo 6 se dice:

El Movimiento de Resistencia Islámico [Hamás] es un movimiento cuya alianza es con Alá y cuya forma de vida es el islam. Su objetivo es izar el estandarte de Alá sobre cada porción del suelo palestino.

El artículo 7 expresa su ardiente antisemitismo:

El Día del Juicio Final no llegará hasta que los musulmanes se enfrenten a los judíos y los maten a todos. Entonces, los judíos se esconderán detrás de las rocas y de los árboles, y las rocas y los árboles gritarán: “¡Oh musulmán, hay un judío escondido detrás de mí! ¡Ven y mátalo!”.

El artículo 22 es extenso, pero ofrece evidencias de su inspiración en los libelos que, a su vez, alimentaron el Mein Kampf, de Adolf Hitler. Reúne todas las calumnias que diferentes tendencias inventaron sobre los judíos. También manifiesta su alucinante carácter reaccionario.

Los judíos han conspirado contra nosotros durante mucho tiempo y han acumulado grandes riquezas materiales y gran influencia. Con su dinero, tomaron el control de los medios. Con su dinero, provocaron revoluciones en distintas partes del mundo.

Estuvieron detrás de la Revolución Francesa, de la Revolución Comunista y de la mayoría de las revoluciones. Con su dinero, crearon organizaciones secretas —tales como los masones, el Rotary Club y el Club de Leones—, que se están diseminando por el mundo con el fin de destruir sociedades y llevar a cabo los intereses sionistas. Estuvieron detrás de la Primera Guerra Mundial y crearon la Liga de las Naciones, por medio de la cual podían gobernar el mundo. Estuvieron detrás de la Segunda Guerra Mundial, por medio de la cual lograron enormes ganancias financieras. No hay ninguna guerra en ningún lugar del mundo en la que ellos no intervengan.

Quienes suponen que Hamás se conforma con un Estado palestino que permita alguna coexistencia con Israel deben fijarse en el artículo 11:

La tierra de toda Palestina es un ‘waqf’ [posesión sagrada del islam] consagrado para futuras generaciones islámicas hasta el Día del Juicio Final. Nadie puede renunciar a esta tierra ni abandonar ninguna parte de ella.

Los ideales de un Estado árabe palestino, democrático y pluralista, donde tengan derechos no sólo los judíos, sino también los cristianos, quedan destruidos por el categórico artículo 13:

Palestina es tierra islámica. Esto es un hecho.

La guerra es orlada con febril exaltación. El artículo 33 borra cualquier duda:

Las filas se cerrarán, los luchadores se unirán con otros luchadores y las masas de todo el mundo islámico acudirán al llamado del deber proclamando en voz alta: ¡Viva la yihad! Este grito llegará a los cielos y seguirá resonando hasta que se alcance la liberación, los invasores hayan sido derrotados y logremos la victoria de Alá.

No deja espacio para las iniciativas de paz, que son condenadas en otra parte del feroz artículo 13:

Las iniciativas de paz y las supuestas soluciones pacíficas, así como las conferencias internacionales, se contradicen con los principios de Hamás. Esas conferencias son un inaceptable medio para designar árbitros de las tierras del islam a los infieles. No hay solución sin la yihad. Las iniciativas, las propuestas y las conferencias internacionales de paz son una pérdida de tiempo.

La demonización del sionismo permanece anclada en centenarios mitos paranoicos, cuya fuente falsa y venenosa no tienen pudor en revelar, como lo ilustra el artículo 32:

La confabulación del sionismo no tiene fin; después de Palestina querrán expandirse desde el Nilo hasta el Éufrates. Cuando hayan terminado de digerir el área sobre la que hayan puesto sus manos, codiciarán más espacio. Su plan ha sido diseñado por los ‘Protocolos de los Sabios de Sión’.

No hace falta ser avispado para advertir que proyectan sobre el diminuto Israel su propia hambre de expansión territorial. Son ellos quienes aspiran a un califato que se extienda desde el Atlántico hasta Indochina, y luego más.

En sus escuelas enseñan que España pertenece al islam y deberá ser recuperada.

El objetivo más alto no es ahora la creación de un Estado palestino, sino la victoria universal de la fe y la legislación islámicas. Su programa aspira a que rijan las leyes de la sharía, imposibles para la civilización occidental.

Como lo expresa el delirante artículo 22, hasta la Revolución Francesa es abominable, y seguro que las tres famosas palabras —libertad, igualdad y fraternidad— serán sospechosas.

A Hamás, sin embargo, no lo votaron por este programa teocrático-nazi, sino por la corrupción, ineficacia e hipocresía de Al Fatah y los líderes de la Autoridad Palestina.

Una encuesta reveló que el 75% de los palestinos que votaron por Hamás aspiraban a la solución de un Estado propio que conviviera lado a lado con Israel.

Hamás se presentó como la única opción que tenía las manos limpias. No ganó por su fanatismo reaccionario y judeofóbico, sino por el desencanto de los palestinos.

La irresponsable segunda Intifada, desencadenada por la hipócrita Administración anterior, trajo la parálisis de una solución negociada. Además, produjo un incremento de las muertes, las represalias, la desocupación y la miseria. A Hamás ya no le alcanzará con lavarse las manos y echar la culpa de todo a Israel.

La mayoría de los israelíes no está entusiasmada con la ocupación de territorios palestinos, si esa ocupación empeora su seguridad y su calidad de vida. Pero tomará decisiones unilaterales mientras la otra parte no sea una genuina socia para la paz.

Lo hizo al retirarse del Líbano sin exigir contrapartidas, y al retirarse de Gaza de la misma forma. Muchos opinan que fueron decisiones equivocadas.

Comparto esa crítica.

Ambas retiradas pretendían demostrar que Israel no desea mantener la ocupación de zonas donde hay mayoría árabe. La respuesta, sin embargo, no fue de comprensión ni de amistad, sino lluvias de misiles.

En un reportaje, a una nena árabe de tres años y medio le preguntaron si odiaba. Dijo que sí, que odiaba a los judíos. ¿Por qué? Porque son monos y cerdos. ¿Quién lo dice? Lo dice el Corán.

Es verdad que el Corán lo dice, pero como todo libro religioso extenso, escrito en circunstancias históricas determinadas, exhibe expresiones contradictorias, algunas durísimas y otras más dulces que la miel. Igual sucede con la Biblia. Corresponde a los hombres interpretar esos textos y enfatizar sus contenidos nobles.

Históricamente el odio a los judíos fue más intenso entre los cristianos que entre los musulmanes.

Los cristianos acusaban a los judíos de ser “los asesinos de Dios”, los musulmanes sólo de haber enmendado la Biblia para que no figurase el anuncio de la llegada de Mahoma.

Ambos son hechos deleznables (de haber sido ciertos), pero más horrible, desde luego, es el primero. Si los judíos pudieron “asesinar a Dios” —como se predicó durante centurias desde todos los púlpitos—, ¿qué puede impedir que cometan otros crímenes, y de lo más atroces? Se los acusó de envenenar los pozos cuando había una peste (y se carneaba entonces judíos con entusiasmo enérgico), se los acusó de utilizar la sangre de niños cristianos para amasar el pan de la Pascua (¡?) (y nació el delirante y repetido libelo del crimen ritual, que llevaba a renovadas y jubilosas matanzas).

El judío fue el Shylock voraz por una libra de carne, el judío pobre que se despreciaba por sucio y débil o el rico que rapiñaba sin culpa. Fue el personaje siniestro de Los Protocolos de los Sabios de Sión, que redactó la policía secreta del Zar para estimular los pogromos. Fue El judío internacional del resentido Henry Ford. En Mein Kampf, Hitler prometía hacer lo que finalmente hizo ante la indiferencia de la civilización occidental. Auschwitz.

Haj Amín el Huseini, el amigo de Hitler

El plan nazi de encerrar a todos los judíos del mundo y exterminarlos como si fuesen cucarachas por un odio sedimentado durante siglos en Europa tuvo un éxito casi total.

En pocos años liquidó un tercio de ese pueblo gracias a la sistemática técnica industrial de la muerte. Ese plan recibió el apoyo del líder árabe de Palestina Haj Amín el Huseini, gran muftí de Jerusalén.

Este clérigo fanático, que espoleaba a destruir las comunidades judías porque importaban costumbres “degeneradas” como la igualdad de la mujer, la apertura de teatros y orquestas, la edición masiva de libros, los ideales de la democracia y el socialismo, se ofreció a colaborar con la Solución Final.

Viajó a Berlín por un largo período y prometió erradicar cada judío de Palestina y sus alrededores “con los métodos científicos del Tercer Reich”.

Planeó erigir otro Auschwitz en Nablús, sobre las colinas de Samaria. Su lema, difundido por radios nazis, fue: “Mata a los judíos dondequiera los encuentres, para agradar a Alá y a la Historia”. Se fotografió varias veces con Hitler.

Apareció en los noticieros de cine haciendo el saludo nazi. También se reunió con el nazi y asesino croata Ante Pavelic, para sellar el mismo pacto.

Debemos tenerlo en cuenta, porque este dirigente fascista tuvo un protagonismo que la narrativa árabe quiere a borrar.

No sólo organizó ataques contra las comunidades judías antes de la independencia de Israel, sino que se negó a aceptar la partición decidida por las Naciones Unidas del 29 de  noviembre de 1947 para el nacimiento de un Estado árabe y otro judío que viviesen lado a lado y en fraterna colaboración.

Como frutilla del postre, tuvo la idea brillante de ordenar a su gente que abandonase Palestina rápido, para permitir que Siria, Irak, Líbano, Egipto, Arabia y Transjordania pudiesen empujar a los judíos al mar sin tener que molestarse en esquivar la presencia de árabes en su camino.

Esta orden se difundió como un incendio. Algunos se negaron a obedecerla y lucharon contra los judíos, otros —en especial en la Galilea— se limitaron a quedarse en sus casas y ahora son ciudadanos israelíes.

Recordemos que los árabes israelíes conforman el 20% de la población del país. ¿Cuántos judíos quedan en los Estados árabes? Mientras los Estados árabes pueden vanagloriarse de ser Judenrein, Israel es acusado de hacer discriminación étnica.

¡Qué hipocresía!

Además, en Israel no existe ningún diario, radio o TV que incite al odio contra los árabes.

En el mundo árabe, por el contrario, casi no hay medio de comunicación que alguna vez, o muchas veces, deje de incitar al odio hacia los judíos e Israel. Un país no árabe como Irán, pero líder del fundamentalismo islámico, profirió en su Asamblea parlamentaria el grito: “¡Muerte a Israel!”. ¿No es escandaloso? ¿En la Kneset se profirió alguna vez una frase que invite a liquidar otro país?

El poder del odio

El odio árabe aumentó de forma sustantiva cuando fueron derrotados en la guerra de la independencia (1948-9). No los había vencido una potencia colonial, sino una comunidad minúscula que ni siquiera contaba con un solo tanque ni un solo avión.

El pueblo más inerme del planeta, más despreciado, que acababa de ser reducido a escombros por los nazis, el pueblo al que le habían cerrado los puertos antes, durante y después del Holocausto, pudo triunfar.

Era una insoportable herida que puso en marcha una febril venganza mediante la expulsión de casi todos los judíos residentes en los países árabes.

El sueño de Hitler de conseguir países Judenrein ¡fue un logro árabe! (anticipado por los ingleses al decretar que no se afincasen judíos en Transjordania).

Es importante insistir en que los cientos de miles de refugiados judíos provenientes de Europa y del mundo árabe fueron recibidos e integrados en Israel, con esfuerzos enormes, desproporcionados a la riqueza que entonces tenía el país.

Mientras los atendía, no era posible descuidar la seguridad de sus fronteras precarias. Esa tarea humanitaria sólo obtuvo la ayuda de los judíos afincados en la Diáspora, sin que los organismos internacionales se interesaran siquiera en el asunto.

El único país que más tarde aportó, pero por otras razones, fue Alemania, en concepto de devolución de los bienes que había rapiñado el régimen nazi a los judíos; no se trataba de reparaciones por los crímenes, que jamás pueden ser pagados.

Los refugiados árabes que produjo la indeseada guerra de la independencia de Israel, en cambio, fueron amontonados por sus hermanos en campos especiales, como prisiones de las cuales no podían salir, excepto en Jordania.

Jordania llevó adelante otra política, porque deseaba asimilar la Cisjordania a su propio territorio de una forma tan intensa que nunca más se la quitasen.

Pero tampoco puso fin a la existencia de refugiados en su territorio, por razones difíciles de explicar. O fáciles de explicar: los refugiados eran un peón que podían lucir para victimizarse y recibir dinero.

Por esta razón los países árabes recibieron en forma directa o indirecta fondos multimillonarios. Pero en lugar de utilizarlos para resolver el drama, los usaban para eternizarlo.

Consiguieron que los refugiados árabes de Palestina se conviertieran en el único caso de refugiados sin solución. Es importante hacer énfasis en este punto, porque forma parte del conflicto árabe-israelí. A lo largo del siglo XX no hubo dos, tres o diez millones de refugiados, sino ¡cientos de millones! Sí, cientos de millones. Todos, absolutamente todos, consiguieron resolver su problema.

La única excepción ha sido la de los refugiados árabes, cuyo número original no llegaba al millón, un número parecido al de los refugiados judíos expulsados de los países árabes.

Tan firme fue la resistencia de los Estados árabes a resolver la cuestión de sus refugiados que cuando empezó la explotación petrolera intensiva en Libia y Kuwait y hacía falta mano de obra sólo se permitía que fuesen hacia allí varones palestinos solos, para que sus familias permanecieran en los campos como rehenes; luego de unos pocos años esos trabajadores, en lugar de afincarse en un sitio mejor, debían retornar a los ominosos campamentos.

Ese odio –sostenido e incrementado sin cesar– impide discernir por dónde pasa el camino que los llevaría al bienestar.

Golda Meir pronunció una famosa reflexión: “Podemos perdonar a los árabes que asesinaron a nuestros chicos. No los podemos perdonar por forzarnos a matar los suyos. Sólo tendremos paz cuando ellos quieran a sus hijos más de lo que nos odian a nosotros”.

Por desgracia, en algunos sitios ahora es peor: ciertas madres bendicen a sus hijos que se atan cinturones con explosivos para suicidarse en operaciones criminales.

Con la técnica del “miente, miente que algo queda”, los antisemitas buscan imponer la versión de que el Estado de Israel es un producto artificial del Holocausto y fue creado de la nada por las Naciones Unidas.

Falso, basta leer la prensa de entonces. Debemos insistir una y otra vez en que la construcción del tercer Estado judío (los dos primeros están descritos en la Biblia) empezó de forma intensa en el último cuarto del siglo XIX, cuando todavía era dueño del Medio Oriente el Imperio Otomano y no había señales de nacionalismo árabe, que recién apareció en Siria a principios del XX.

El flamante movimiento sionista (movimiento de liberación nacional y social del pueblo judío) creó en 1903 el Keren Kayemet Leisrael para recaudar dinero con el cual comprar a los efendis radicados en Beirut o Damasco sus pobres tierras palestinas y erigir los primeros kibutzim en forma legal.

También se usaba parte del dinero para una campaña frenética de forestación, la primera en la historia, que aún los partidos ecologistas no se atreven a reconocer. El Imperio Turco miraba con sospecha estas actividades de crecimiento acelerado, máxime cuando Palestina era parte del marginal y pobrísimo Vilayato de Jerusalén.

Israel: el Estado vino después

Necesitamos machacar ciertos datos para entender mejor el conflicto árabe-israelí.

En 1909 nació Tel Aviv sobre dunas de arena, sólo habitada por arañas y cangrejos.

En la década del 20 los pioneros judíos fundaron la Universidad Hebrea de Jerusalén, entre cuyos primeros gobernadores de honor figuraron Albert Einstein y Sigmund Freud.

También se creó la primera Orquesta Filarmónica del Medio Oriente, inaugurada por el director antifascista Arturo Toscanini.

Surgió el dinámico teatro Habima.

Se estableció un Instituto de Ciencias en Rehovot, la Universidad Técnica en Haifa y la Escuela de Artes Bezalel en Jerusalén.

Se fundó la Histadrut, primera central obrera del Medio Oriente, toda una revolución social. Se multiplicaron los kibutzim, los moshavim, las aldeas y las ciudades, se tendieron caminos, abrieron puertos y fundaron instituciones educativas.

Vastas extensiones desérticas se cubrieron con el manto esmeralda de los naranjales. Las colinas pedregosas y ardientes de Judea, devastadas por los dientes de las cabras y el abandono de siglos, empezaron a ser embellecidas por el color de los pinos que se plantaban en sus laderas.

El pantano del extremo norte, Hula, generador de una epidemia sostenida de paludismo, del que no se salvaba nadie, ni David ben Gurión, fue poco a poco desecado.

La febril actividad judía inyectó a ese pequeño país más prosperidad de la que existía en los grandes vecinos. Era un ariete ciclópeo de modernidad, progreso, cultura. Revolucionaba toda la región.

Y, sin embargo, ¡aún no se había producido el Holocausto ni las Naciones Unidas habían tomado cartas en el asunto! Pero había nacido el conflicto árabe-israelí. No tanto porque aumentaba el número de judíos ni porque estos judíos quitasen algo a los árabes. No. El conflicto radicaba en la oferta.

Esa oferta era progreso, modernidad, ciencia, arte, estudios seculares, igualdad de la mujer, democracia. Una oferta que impulsaba a dejar la Edad Media. Gran insulto a los cavernarios.

El país más vulnerable

El ex presidente de Irán, Mahmud Ahmadineyad, el hombrecito de la sonrisa cínica y los ojitos de rata, envió una misiva de diez folios a Angela Merkel, canciller de Alemania, que, luego de ser traducida, provocó un ataque de náuseas.

Ella decidió no contestar.

El iraní pedía la obscena colaboración de Alemania para destruir Israel y el judaísmo, autores de todos los males que aquejan al mundo. Los considera el mal absoluto, capaces de las peores atrocidades.

Llamea odio, además de fanatismo irracional. ¿Dónde radica el mal de Israel? En sus virtudes, desde luego. Virtudes insoportables para quienes se empeñan en vivir como Mahoma en el siglo VII.

“La diferencia de Israel y Occidente con nosotros —ha dicho el líder del Hezbolá— es que ellos aman la vida y nosotros la muerte”.

Para que no haya equívocos, Nasrala suele gritar: “¡Amo la muerte!”. Pulsión tanática igual a la de los nazis. Las SS usaban trajes negros y calaveras porque también amaban la muerte y consiguieron su objetivo: 50 millones de cadáveres en Europa, además de la ruina total de Alemania. El ayatolá Rafsanyaní lo confirmó:

Con nuestra bomba atómica mataremos los 5 millones de judíos de Israel, y aunque Israel pueda enviarnos bombas de respuesta, sólo mataría 15 millones de iraníes, cifra despreciable ante los 1.300 millones de musulmanes que somos en el mundo.

Los ojitos de rata y sus patrones de la teocracia fundamentalista quieren asesinar, porque suponen que los asiste un ideal superior.

Empiezan con los judíos y seguirán con el resto, los enloquece una ensoñación parecida a la de sus maestros del Tercer Reich. Por eso Jomeini mandó oleadas de niños iraníes a la muerte, para desmoralizar a las tropas de Irak. Por eso Hezbolá y Hamás lanzan sus cohetes desde escuelas, hospitales y barrios superpoblados, para que la respuesta israelí los asesine y puedan exhibir los cadáveres como prueba de la perversidad israelí.

Los cobardes organismos internacionales no han repudiado a Hezbolá y a Hamás por el crimen de usar escudos humanos.

Los medios de comunicación tampoco muestran desde donde disparan los fundamentalistas y son cómplices, por lo tanto, de falsificar la información sobre cómo funciona el conflicto árabe-israelí.

En los tiempos de la postmodernidad, importa cada vez menos por dónde pasa lo bueno y por dónde lo malo. ¿Interesa, por ejemplo, que los jóvenes israelíes sueñen con ser inventores y científicos, mientras que los de Hezbolá y Hamás sueñan con ser mártires?

No, no interesa.

¿Interesa que en Israel no se predique el odio a los árabes, que constituyen el 20 por ciento de su población y viven mejor que en muchos países árabes, mientras entre los árabes son superventas Los protocolos de Sión y Mein Kampf y en la TV egipcia se ha difundido una serie vomitiva donde los judíos extraen sangre de niños para bárbaros rituales?

Lo único que interesa es que los palestinos parecen más débiles frente al poderío de Israel.

Pero ¿acaso el conflicto es palestino-israelí, o árabe-israelí? ¿No fueron los Estados árabes quienes frustraron la pacífica partición de Palestina en dos Estados? ¿No fueron los que iniciaron las grandes guerras del Medio Oriente? ¿No son los que expulsaron a todos sus judíos? ¿No son los que han evitado resolver el drama de los refugiados?

El conflicto no es palestino-israelí sino árabe-israelí; o, mejor dicho, entre la modernidad democrática y un autoritarismo revestido de variadas tendencias que se mezclan con fijaciones teocráticas o nostalgias medievales.

Israel es el país más vulnerable del planeta, rodeado por un mar de fundamentalistas, predicadores alucinados y dictadores que ansían barrerlo de mapa.

Es la frontera de la racionalidad, la legalidad, el pluralismo, la libertad y la democracia.

Por eso es inmoral dejarlo solo.

 

 

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